Para ser justos, lo cierto es que desde el primer momento, los informáticos que crearon la noción de copyleft han insistido en no confundir las libertades que permite este sistema con la gratuidad. «“Free” as in “free speech”, not as in “free beer”» («“Libre” como en “libertad de expresión”, no como en “cerveza gratis”») es un lema habitual en el mundo del software para desambiguar el termino free que, en inglés, significa tanto «libre» como «gratis». En este contexto, la evaluación del modo en que la información es producida o va a ser explotada no se considera una cuestión relevante a la hora de licenciarla. Éste es el origen de la tensión con el mundo de la música y el libro, pues las condiciones sociales de remuneración de los programadores —muchos de ellos asalariados de empresas o con posibilidades de serlo— no tienen nada que ver con la de los músicos, a menudo trabajadores autónomos que cobran un porcentaje por obra vendida.
(...)
Del mismo modo, se podría cuestionar el uso comercial de conocimientos generados en el ámbito público. Por ejemplo, licenciar una vacuna creada en una institución pública con copyleft puede tener efectos muy diferentes dependiendo del contexto económico. Un cártel de laboratorios podría fabricar la vacuna exclusivamente para venderla a alto precio en países donde no exista un sistema sanitario público con capacidad para producirla y distribuirla. Una editorial podría utilizar sistemáticamente traducciones publicadas con copyleft en Internet y editarlas en papel en países con una gran brecha tecnológica donde tuviera una posición de predominio en el mercado del libro.
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Los ciberfetichistas consideran que en la red cambian las
reglas del juego. Creen que las tecnologías de la comunicación generan un tipo
de sociabilidad peculiar a partir del cruce de acciones individuales
fragmentarias. La cooperación sería la concurrencia en un espacio comunicativo
puro de individuos unidos tan sólo por intereses similares: la programación de software,
las cuestiones legales, las aficiones personales, la búsqueda de relaciones
sexuales, la creación artística, la redacción colectiva de artículos para una
enciclopedia… No es una comunidad basada en lazos personales, o un proyecto de
vida común.
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Sencillamente no podemos sobrevivir sin la ayuda de los demás.
No en el sentido de un grupo de adultos sanos, lúcidos y fornidos que se
asocian para prosperar en un entorno hostil, como en las fábulas
contractualistas clásicas o en las ciberutopías contemporáneas. Desde esa
perspectiva la discapacidad es algo que nos pasa. Lo cierto es que es más bien
algo que somos. Todos los niños dependen durante muchos
años de las personas que los cuidan. Muchas personas volverán a ser
dependientes en algún momento de su vida, de forma esporádica o permanente.
Dicho de otro modo, somos codependientes y cualquier concepción de la libertad
personal como base de la ética tiene que ser coherente con esa realidad
antropológica.
(...)
Incluso cuando no empleamos el tiempo en vender nuestra
fuerza de trabajo o comprar bienes y servicios, nos dedicamos a actividades que
han quedado definidas a través del consumo. Cuando, gracias a Internet, los
espectadores se han librado de la tiranía de la televisión comercial y han
elegido exactamente lo que han querido, se han dedicado a consumir televisión
comercial en cantidades industriales. Incluso se han puesto a trabajar gratis,
por ejemplo traduciendo y subtitulando series de forma altruista, para poder
hacerlo. La posibilidad de elección no nos ha servido para desarrollar y
apreciar nuevas formas estéticas sino para consumir masivamente aquello que ya
nos ofrecía el mercado, pero ahora identificándolo como un proyecto propio.
(...)
El anonimato y la inmediatez permiten colaborar, compartir y
formar parte de una comunidad cuando uno quiere, si es que quiere, y con la
personalidad preferida. En Internet concurren una serie de subjetividades
discontinuas sin más pasado o futuro que el de sus preferencias actuales. Las
tecnologías de la comunicación descomponen la personalidad empírica en una
serie de identidades bien compartimentadas y, sobre todo, plantean un mecanismo
técnico para recomponer la actividad social por medio de artefactos participativos.
Las relaciones sociales clásicas se verían sustituidas por vínculos difusos y
discontinuos pero aumentados, tecnológicamente potenciados. Aunque ya no
tenemos familias extensas, amigos íntimos o carreras laborales, los círculos a
los que se transmite la información son más amplios. La participación en el
entorno tecnológico es el vector que unifica la plasticidad extrema de nuestra
propia identidad personal. Miembros de Facebook, uníos… para ser miembros de
Facebook.
(...)
El 15M me impactó. Era como si la postpolítica se desmoronara
ante mis ojos, no para volver a la modernidad sino para reformular su
herencia. Una convocatoria que inicialmente parecía más un flash
mob que otra cosa evolucionó en apenas una semana para hacerse cargo
de una parte significativa del programa anticapitalista. Y era increíblemente
expansivo. El sábado posterior al 15 de mayo de 2011 fui a Sol a última hora de
la tarde en un metro lleno de adolescentes que, como todos los fines de semana,
se dirigían hacia los bares del centro. Fue una experiencia alucinante: todos
parecían estar hablando de política… Es como si en unas semanas se hubiera
derrumbado esa muralla de cinismo que nos condena a llevar vidas dañadas. Por
primera vez los argumentos políticos —a veces ingenuos, tergiversados o
populistas— ocupaban el espacio simbólico explosivo que en las últimas décadas
habían acaparado los politonos, la ropa ridícula y extremadamente cara, el
fútbol, la pornografía casera y los vídeos sobre gatos
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