domingo, 1 de septiembre de 2013

PARA PENSAR(SE). SOCIOFOBIA 2.0 DE CÉSAR RENDUELES




Para ser justos, lo cierto es que desde el primer momento, los informáticos que crearon la noción de copyleft han insistido en no confundir las libertades que permite este sistema con la gratuidad. «“Free” as in “free speech”, not as in “free beer”» («“Libre” como en “libertad de expresión”, no como en “cerveza gratis”») es un lema habitual en el mundo del software para desambiguar el ter­mino free que, en inglés, significa tanto «libre» como «gratis». En este contexto, la evaluación del modo en que la información es producida o va a ser explotada no se considera una cuestión rele­vante a la hora de licenciarla. Éste es el origen de la tensión con el mundo de la música y el libro, pues las condiciones sociales de remuneración de los programadores —muchos de ellos asalaria­dos de empresas o con posibilidades de serlo— no tienen nada que ver con la de los músicos, a menudo trabajadores autónomos que cobran un porcentaje por obra vendida.


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Del mismo modo, se podría cuestionar el uso comercial de conocimientos generados en el ámbito público. Por ejemplo, li­cenciar una vacuna creada en una institución pública con copyleft puede tener efectos muy diferentes dependiendo del contexto eco­nómico. Un cártel de laboratorios podría fabricar la vacuna ex­clusivamente para venderla a alto precio en países donde no exista un sistema sanitario público con capacidad para producirla y dis­tribuirla. Una editorial podría utilizar sistemáticamente traduc­ciones publicadas con copyleft en Internet y editarlas en papel en países con una gran brecha tecnológica donde tuviera una posi­ción de predominio en el mercado del libro.

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Los ciberfetichistas consideran que en la red cambian las reglas del juego. Creen que las tecnologías de la comunicación generan un tipo de sociabilidad peculiar a partir del cruce de acciones individuales fragmentarias. La cooperación sería la concurrencia en un espacio comunicativo puro de individuos unidos tan sólo por intereses similares: la programación de software, las cuestio­nes legales, las aficiones personales, la búsqueda de relaciones sexuales, la creación artística, la redacción colectiva de artículos para una enciclopedia… No es una comunidad basada en lazos personales, o un proyecto de vida común.

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Sencillamente no podemos sobrevivir sin la ayuda de los de­más. No en el sentido de un grupo de adultos sanos, lúcidos y fornidos que se asocian para prosperar en un entorno hostil, como en las fábulas contractualistas clásicas o en las ciberutopías contemporáneas. Desde esa perspectiva la discapacidad es algo que nos pasa. Lo cierto es que es más bien algo que somos. Todos los niños dependen durante muchos años de las personas que los cuidan. Muchas personas volverán a ser dependientes en algún momento de su vida, de forma esporádica o permanente. Dicho de otro modo, somos codependientes y cualquier concepción de la libertad personal como base de la ética tiene que ser coherente con esa realidad antropológica.

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Incluso cuando no empleamos el tiempo en vender nuestra fuerza de trabajo o comprar bienes y servicios, nos dedicamos a actividades que han quedado definidas a través del consumo. Cuando, gracias a Internet, los espectadores se han librado de la tiranía de la televisión comercial y han elegido exactamente lo que han querido, se han dedicado a consumir televisión comercial en cantidades industriales. Incluso se han puesto a trabajar gratis, por ejemplo traduciendo y subtitulando series de forma altruista, para poder hacerlo. La posibilidad de elección no nos ha servido para desarrollar y apreciar nuevas formas estéticas sino para consumir masivamente aquello que ya nos ofrecía el mercado, pero ahora identificándolo como un proyecto propio.

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El anonimato y la inmediatez permiten colaborar, compartir y formar parte de una comunidad cuando uno quiere, si es que quiere, y con la personalidad preferida. En Internet concurren una serie de subjetividades discontinuas sin más pasado o futuro que el de sus preferencias actuales. Las tecnologías de la comuni­cación descomponen la personalidad empírica en una serie de identidades bien compartimentadas y, sobre todo, plantean un mecanismo técnico para recomponer la actividad social por me­dio de artefactos participativos. Las relaciones sociales clásicas se verían sustituidas por vínculos difusos y discontinuos pero au­mentados, tecnológicamente potenciados. Aunque ya no tenemos familias extensas, amigos íntimos o carreras laborales, los círculos a los que se transmite la información son más amplios. La parti­cipación en el entorno tecnológico es el vector que unifica la plas­ticidad extrema de nuestra propia identidad personal. Miembros de Facebook, uníos… para ser miembros de Facebook.

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El 15M me impactó. Era como si la postpolítica se desmoronara ante mis ojos, no para volver a la modernidad sino para reformu­lar su herencia. Una convocatoria que inicialmente parecía más un flash mob que otra cosa evolucionó en apenas una semana para hacerse cargo de una parte significativa del programa anticapita­lista. Y era increíblemente expansivo. El sábado posterior al 15 de mayo de 2011 fui a Sol a última hora de la tarde en un metro lleno de adolescentes que, como todos los fines de semana, se dirigían hacia los bares del centro. Fue una experiencia alucinante: todos parecían estar hablando de política… Es como si en unas semanas se hubiera derrumbado esa muralla de cinismo que nos condena a llevar vidas dañadas. Por primera vez los argumentos políticos —a veces ingenuos, tergiversados o populistas— ocupaban el es­pacio simbólico explosivo que en las últimas décadas habían aca­parado los politonos, la ropa ridícula y extremadamente cara, el fútbol, la pornografía casera y los vídeos sobre gatos


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