domingo, 6 de diciembre de 2015

LAS RATAS SABEN NADAR EN VENECIA

Un caballo de madera desorejado, con la boca abierta como una granada madura, una carcajada aterrada y en los ojos una mirada de súplica, los ojos muertos y la cabeza sin orejas, todo como un diagrama de grietas sobre el esmalte blanco pero viejo y ennegrecido. El animal volcado reposa sobre uno de los flancos y sus pezuñas patean el aire en una huida imposible. Solo tres pezuñas pues le falta una pata y también las dos orejas. Pero los ojos, la boca abierta, quizá sean más bien la mueca congelada de la bestia que se ofrece al sacrificio, el grito fosilizado, el instante final convertido en materia interte ya para siempre: madera o piedra. Los restos del carrusel destripado recuerdan a una flor extraña, a un cardo de plata hecho con pasta de azúcar bajo sea franja de luz sucia que se cuela a través de la claraboya en forma de estrella que hay justo encima de él. El caballo sin orejas yace sí, bajo millares de motas de polvo que danzan a través de ese pentáculo de luz turbia, y es como si lo estuvieran salando desde arriba. Más allá de la plazoleta en la que se encuentra el carrusel, siguiendo el pasillo en que se hallan las mercerías abandonadas, las boutiques de accesorios y las tiendas de ropa para bebé, en cuyos escaparates niños de fibra de vidrio flotan suspendidos de alambres herrumbrosos como si se encontraran en una pecera o nadasen en líquido amniótico, más allá de esa plazoleta, hay otra pequeña área de descanso con algo semejate a un pozo con un pequeño brocal de ladrillo, y a través de la boca del pozo surge una pelambrera de hiedra canosa que parece venir de muy adentro en la tierra y que es como si reptase. Aquí la luz es aún más suave, más calma, máss fría, como una tenue baba que el tiempo hubiera dejando ir caer sobre ls cocsas, y el sonido tiene también esa misma calidad viscosa: el eco de las paredes que se agrietan, de la mampostería que se resquebraja, el chirrido de los metales que se comprimen y se dilatan al ritmo de los más leves cambios de temperatura, el goteo de las cañerías rotas que aún guardan una última reserva de líquido e las entrañas, el espectro de un hilo musical en sordina, el roñoso reptar de una escaleras mecánicas que ya no funcionan, no son más que sombras del ruido, como canicas que uno dejase caer sobre una gelatina muy espesa. Del otro lado está el pasillo de los bares, las hamburgueserías y los restaurantes de comida rápida, cubierto por una neblina verduzca de olor ácido y pútrido, y justo en el otro extremo, una de las salidas que da al parking descubierto. Anne está sentada fuera con la espalda apoyada contra una de las paredes del edificio y la rodilla de la pierna derecha flexionada. El solo que se filtra a través de los cirros cenicientos le hace guiñar l os ojos. Eso, y el humo del cigarrillo que sostiene entre los dientes. El hombre se aproxima y le ofrece una mano para quepueda levantarse. Ella le observa a través de los párpados entrecerrados y confirma lo consabido: " No he visto a Faón. No lo encuentro por ningún lado. Me pregunto si no nos habremos equivocado de centroo comercial". El hombre retira la mano, que utiliza a modo de visera para otear el espacio que tienen alrededor, y concluye: " Quien sabe.Estos sitios son todos iguales. Hace frío a pesar del sol, ¿no te parece?


Si le style d´information pure et simple, dont la phrase précitée offre un exemple, a cours presque seul dans les romans, c´est, il fait le reconnaître, que l´ambition des auteurs ne vas pas très loin. Le caractère circonstanciel, inutilmenent particulier, de chacune de leurs notations, me donne à penser qu´ils amusent à mes dépens.

Diego Luis Sanroman 

Egil Paulsen






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