jueves, 16 de julio de 2009

Nuevo número de los Noveles
gracias al intenso ciclón que es Salvador Raggio.



Es muy duro entrar en casa a la hora de comer y percibir con tu propia carne que a la mesa falta una silla, que es la tuya. Es duro saber que todas tus prendas (las de vestir y las de desvestir) han sido donadas a emergentes compañías de teatro que no tienen dinero y sí mucho afán en rescatar ropa de cuerpos que ya no existen porque murieron o se transformaron. Pero más vejatorio es, sin duda, ver interrumpido el curso del agua caliente sobre tu cabeza y observar que, a tu lado, otras manos con otras arrugas incrustan la ducha en la pared opuesta y empiezan a enjabonar sexo, axilas, con calculada tranquilidad. Es insoportable, en definitiva, vivir entre una quincena de paredes y dos personas que, porque sí, decidieron trasterrarte por no sepultar tus pulsos y garganta bajo las baldosas de la cocina.

Llevaban ya bastante tiempo buscando soluciones en las incompatibilidades entre la tarifa plana y las llamadas vespertinas de la tía, en los rimeros de libros abandonados a su suerte, por doquier, y en el olor corporal que uno reserva, sin saberlo, para el cuarto de estar. Hasta que mi padre, un día, tras una sucesión prolongada de telediarios y después de contrastar diferentes sobremesas, dijo con voz clara y alta: “Voy a pensar”. En la segunda cadena, entre bambúes y otras naturalezas pintadas de verde, apareció un hombre negro que miraba triste a su poblado; el resto del pueblo trabajaba concienzudo en sus quehaceres a la par que el hombre iba alejándose poco a poco de lo que había sido su casa y espacio de celebraciones; una voz en off se apoderó de la imagen y explicó que en algunas tribus primitivas del centro de África los componentes que incumplen las leyes sagradas de la comunidad son castigados con la indiferencia, el abandono y, en última instancia, el olvido por parte de todos los miembros del grupo; el hombre negro había salido a cazar un lunes, día de tregua con las bestias, y ahora gritaba impotente a su mujer y a sus hijos, que se estaban pintando cara, brazos y pechos de blanco: les esperaba un luto de dos años. Justificado por el Listerine, hice a mi madre echarse a un lado y me levanté del sofá, como quien no quiere, para escapar al baño. Dejé la puerta entreabierta. Sabía que mi padre había pensado porque lo hace pocas veces.

- A este chaval, como al negro de la tele. Verás tú si se va o no de una vez.

- Pero cómo vamos a hacerle eso al chico, Críspulo. Y encima ahora, que está de exámenes.

- Que sí hombre, que sí. A partir de ahora, éste, como si no. Tú hazme caso.

- Yo es que no puedo con vosotros.

Es muy duro oír cómo tu madre no dice nada más de lo que hay que decir mientras tú te enjuagas las entrañas. Es muy duro comprobar que tu padre habla a tus espaldas, en voz baja, sin percatarse de que así atrae mucho más la atención de la persona aludida. A partir de entonces fui desapareciendo en las referencias , en el buzón , en las facturas de internet . Aun así, respeté su voluntad: qué puede hacer uno por su memoria cuando los demás no lo recuerdan siquiera como nacido. De vez en cuando bajaba Emilia desde el segundo para ver qué tal iban las cosas y se le escapaban leves fonemas que querían intuirme:

- ¡Pero bueno! ¡¿Qué tal estáis?! Que nos cubra la misma azotea y no sepa de vosotros, ya tiene mérito.

- Pues hija mía, aquí con lo nuestro. ¿Quieres un cafetillo?

- Pues mira, sí. Y el estudiante, ¿dónde está?

-

- Qué rico te sale el café, condenada.

Yo quería mucho a Emilia.

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