U
lises
A Enrique Badosa, por su generoso magisterio.
Abres, tahúr, los ojos de repente: es medianoche, estás
en lo hondo del bosque, no entre tus sábanas. Tienes
llena de musgo la boca, y vas tocado
con una absurda guirnalda de flores
que se deshace en tu cabeza.
Te mira con piedad hasta el porquero.
Para él,
las certezas y la saciedad.
Tú vives
en un bucle de aire,
eres un habitante de los puentes.
Ávido, arisco, desvelado, vagas
por los pasillos,
balbuceas, fantasma,
como a punto de decir un nombre
que desconoces, y en ese mismo trance,
en ese filo
te consumes. Eres tú
el morador de los puentes:
sólo tu sombra toca el suelo.
Abres los ojos de repente, es medianoche, estás
en tensión asomándote
al balcón del palacio, y te ahogas;
los abres —medianoche, tahúr— y te sorprendes
recorriendo la blonda de espuma de la isla;
los abres y no estás en el precario
límite de tu piel;
en vano, ya lo sabes, te embruteces
con las hecatombes, con el vino
cada vez menos rebajado.
No se cierra esa puerta tras de abrirla
y el hechizo es tu casa —es tu exilio—,
amarrado al palenque de un instante,
para siempre sumido
en un silbo de sirena.
Extranjero, tahúr, ya no te pertenece
el reino de la vida. Quedas
a las puertas de un reino insoportable.
Mateo Rello
lises
A Enrique Badosa, por su generoso magisterio.
Abres, tahúr, los ojos de repente: es medianoche, estás
en lo hondo del bosque, no entre tus sábanas. Tienes
llena de musgo la boca, y vas tocado
con una absurda guirnalda de flores
que se deshace en tu cabeza.
Te mira con piedad hasta el porquero.
Para él,
las certezas y la saciedad.
Tú vives
en un bucle de aire,
eres un habitante de los puentes.
Ávido, arisco, desvelado, vagas
por los pasillos,
balbuceas, fantasma,
como a punto de decir un nombre
que desconoces, y en ese mismo trance,
en ese filo
te consumes. Eres tú
el morador de los puentes:
sólo tu sombra toca el suelo.
Abres los ojos de repente, es medianoche, estás
en tensión asomándote
al balcón del palacio, y te ahogas;
los abres —medianoche, tahúr— y te sorprendes
recorriendo la blonda de espuma de la isla;
los abres y no estás en el precario
límite de tu piel;
en vano, ya lo sabes, te embruteces
con las hecatombes, con el vino
cada vez menos rebajado.
No se cierra esa puerta tras de abrirla
y el hechizo es tu casa —es tu exilio—,
amarrado al palenque de un instante,
para siempre sumido
en un silbo de sirena.
Extranjero, tahúr, ya no te pertenece
el reino de la vida. Quedas
a las puertas de un reino insoportable.
Mateo Rello
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| Chema López |

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