lunes, 24 de febrero de 2014



MIEL QUE REBOSA

Por muy poca que sea, siempre es mucha.

Igual que un disco de vinilo
de untuosos surcos
al que se han desmadejado las revoluciones,
la miel que se derrama es cacofónica;
y como un reloj de pared a cuyo péndulo
mordió la artrosis,
mancha los ojos,
los embadurna
con lenta taquicardia,
la más veloz parálisis.

El cedazo del aire no retiene
sus ansias de derrumbe amontonado.
En un error de cálculo,
rompiendo las costuras y la incógnita
de la ardua ecuación mal planteada
(cuánta distancia entre la embocadura
y el flotante panal que la rellena
con su impávido chorro
–si es que puede llamarse chorro a eso,
a su ambigua caída
no menos vacilante que resuelta–),
la densidad desborda,
se vengan las abejas de su expolio,
escapan de la celda preparada,
aplican un ungüento que ya duele
antes de sembrar la picadura.

Y viéndola caer, como a cámara lenta
un conductor que impacta con su coche
la escena en la que es protagonista,
allí queda apresado el desamparo
de sentirnos la mosca que, impotente,
mueve sus patas para nada,
para nada las alas. Pegajoso
ámbar donde se bate antigua rabia,
ralentizada,
no es hueso ni carne: es el cartílago
en torno del oído que ensordece
vencido por la sed del maremoto,
ganado por el hambre del seísmo.

Ni sólido ni líquido.
Ni excremento ni orina.
Ni oro ni cemento: anfibio, sierpe
vertiéndose lasciva por el tarro,
que arrastra su catástrofe viscosa;
los lábiles barrotes de una cárcel
que se extiende por fuera, no por dentro.

En álgebra de materiales suspendida
mientras desciende,
acredita la furia, la torpeza,
pese al pulso tan firme como inútil.
Se desmorona.
                           Y cumple
su ley de gravedad atenuada,
si inexorable,
que va pasándole la lengua
a toda superficie a que se adhiere
y que abandona
dejando en retaguardia a sus secuaces,
su desfile pardo, su sombra
larga como al caer –también ella– la tarde.

Su eco monosílabo insistente,
su dorado diptongo
entre labios fruncidos que la besan
y un hilo consonántico, una coda
como alfombra dulcísima,
empalagosa

y, en el trasvase, amarga.



Antonio Rivero Taravillo

Walker Evans

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