miércoles, 8 de julio de 2015



I


Los ancianos también habían sido pequeñas bestias hambrientas y egoístas, pero lo habían olvidado. Lo habían olvidado todo en aquella casa. La condición para entrar en aquella casa era olvidarlo todo, sobre todo los nombres. Todos los nombres tenían que ser olvidados. Lo único que recordaban los ancianos eran las canciones. Canciones que tarareaban obsesivamente y que hacían sangrar los oídos. Canciones extrañas que no tenían letra pero que hablaban de criaturas monstruosas que viven en el fondo de las piscinas. De mantis religiosas y de otros insectos que simulan oraciones pero que en realidad solo murmuran. Canciones que provocaban convulsiones. Que hacían salir espuma por la boca.


Cuando salían al jardín no cantaban. Solo emitían alaridos. Gritos lentos y frenéticos y delicados que hacían pensar en insectos extinguidos y en tumores que se extienden lentamente. Nos prohibieron hablar con ellos. O alimentarlos. O dejarnos acariciar por sus manos temblorosas, porque ellos habían masticado todas las sustancias y habían lamido todas las manchas. Solo podíamos mirarlos a través de la verja, pero ellos ni siquiera nos veían. Sus pupilas lácteas les impedían conformar una manada, pero corrían por el jardín de forma violenta. Los ciervos huían de sus dientecitos anhelantes. Por eso los animales disecados que había por toda la casa. Por eso las jaulas.


Pero los ancianos nunca estuvieron en la cima de la cadena alimentaria. Tribus hermafroditas comenzaron a acecharles escondidas entre los arbustos. Los cazaban de noche, cuando las formas tentaculares se movían lentamente por el fondo de la piscina. Después les cortaban el cabello y lo guardaban en frascos de cristal para dárselo de comer a los turistas. Por la mañana veíamos a los ancianos agitar sus cabezas calvas con desesperación, pero por la tarde el pelo les había crecido tanto que tenían que arrastrarlo por el jardín con violencia.






Layla Martinez.


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