CONCURSO
En cuanto Pepe descolgó el auricular del teléfono y escuchó que una voz de hombre, ronca y reposada, preguntaban por Ana Fergó, supo que ella había ganado el maldito concurso literario. Lo supo porque le había preguntado por ella con su apellido “artístico”, Fergó. En realidad se llamaba Ana Fernández Gómez, pero ese nombre era, según ella, tan vulgar, que unió las dos primeras sílabas de sus apellidos para crearse una identidad nueva. De eso se dio cuenta Pepe muy pronto, de que Ana Fernández Gómez y Ana Fergó no eran la misma persona. Con él, Ana era la de los apellidos vulgares, pero con sus amigos escritores era Fergó. Era tan Fergó que a Pepe le costaba reconocerla en las opiniones que dada y en los gestos que usaba para moverse entre toda esa troupe de nuevos talentos. Solía observarla entonces con cierta distancia y callado, porque qué iba a decir él de todo eso de lo que estaban hablando, autores, libros y de no sé cuántas cosas más. Eso mismo le ocurrió la primera vez que habló con Ana, que tuvo que reconocer, no sin cierta vergüenza, que no sólo no había leído nada del autor del que ella le hablaba, sino que ni siquiera había oído nunca su nombre. Fue en una estación de servicio en alguna parte perdida de la provincia de Zamora. Ambos regresaban a Asturias desde la Estación Sur de Madrid, pero no era la primera vez que Pepe la veía. Dos semanas antes, también domingo, ella había subido al autobús, exactamente a la misma hora. Le había llamado la atención ya en el andén, con su maletita negra llena de pegatinas con nombres de ciudades: Lyon, Coimbra, Firenze, Bristol, Praha. Ciudades cuyos nombres estaban escritos en el idioma original. Ciudades, imaginó Pepe, en las que ella no sólo habría estado de visita unos pocos días, sino que habría vivido en ellas lo suficiente como para poder conocerlas. Aunque decir que le llamó la atención por eso no es cierto. No sólo fue por eso, sino porque a pesar de su ropa gastada y amplia, de los zapatos planos y el pelo despeinado, ella era una mujer muy guapa. Y después estaban las piernas, esas piernas largas y hermosas que asomaban por debajo de la minifalda de colores. A continuación vino todo lo demás: la maleta con pegatinas de ciudades, verla parada en medio del andén con el billete de autobús en una mano y un libro en la otra, ajena a todo lo que la rodeaba. Le tocó sentarse justo detrás de ella y tuvo todo el viaje para observar cómo se movían las pulseritas de colores de su mano izquierda, o cómo pasaba las páginas de ese libro que parecía estar escrito en ruso o algo similar, poniendo mucho cuidado en no doblar las esquinas de las hojas. Había recibido varios mensajes en el móvil y la habían llamado un par de veces. En una ocasión, contestó en un idioma extraño, quizás el mismo idioma del libro. La última de las llamadas la respondió sin ganas. Sí, cansada, ¿cómo quieres que esté? Si, vale, te llamaré cuando llegue a la estación. Hasta luego. El pelo le olía a rosas. A Pepe le gustó esa mujer. Le gustaba ese tipo de mujeres, aunque sabía que no era del tipo de las que se fijaban en él. Pero no se quejaba, no podía quejarse en lo que respectaba a las mujeres, nunca le había faltado una o varias a su alrededor. Aunque eran de otro estilo: mujeres como él, depredadoras en los negocios, que soñaban con ascensos y aparcaban la vida privada a un lado; mujeres que llevan siempre tacones y joyas, y buscaban relaciones sin demasiadas ataduras; atractivas de treinta y tantos, amantes de los números y de las cosas caras. Pero a él siempre le habían dado morbo esas otras mujeres, las que se preocupan de su aspecto de otra manera, para que no se note que se preocupan, las que usan idiomas ajenos como propios, leen, viajan por medio mundo con poco dinero y nunca jamás saldrían con un tipo como él porque representa todo aquello contra lo que luchan. Ella parecía así. Pepe no se la imaginaba en ese BMW carísimo que él acaba de dejar dos días antes en el taller, ni en su apartamento minimalista. No se la imaginaba en ese mundo suyo tan de diseño. Pero le daba morbo ese tipo de mujeres. Una de sus fantasías más recurrentes era acostarse con una de ellas en esos apartamentos que imaginaba que tenían, llenos de libros y discos de vinilo, con televisiones de pocas pulgadas y neveritas pequeñas en la cocina, sábanas de franela en la cama y posters del Che o de alguna película en blanco y negro en las paredes. Se imaginaba quitando el traje de Armani y la corbata de Emidio Tucci en uno de esos apartamentos baratos de las afueras de la ciudad. Se imaginaba arrancándoles las braguitas de algodón entre sábanas de franela revueltas, libros que caen al suelo y música de algún cantautor deprimido. Eso es lo que imaginó durante todo ese primer viaje mientras iba sentado detrás de ella. Y lo disfrutó tanto que hasta se olvidó del ataque de rabia que había tenido por no conseguir un vuelo de regreso y tener que ir en autobús.
Quince días más tarde, cuando volvió a Madrid por viaje de negocios, tuvo una corazonada. Había estado pensando en ella a lo largo de esas dos semanas, incluso había soñado que volvían a encontrarse en “El gato tuerto”, un bar al que él solía ir los viernes por la noche. Pepe tenía una corazonada y no quiso regresar en avión. Compró un billete de autobús para la misma hora del domingo anterior y eligió el asiento contiguo al que había ocupado ella. Y, cosas del azar, volvió a encontrarla allí, en el andén treinta y nueve, con su maleta llena de pegatinas con nombres de ciudades, con sus botas planas, pero sin el libro. Sujetaba el billete de autobús en una mano y el móvil en la otra. Parecía triste, a punto de llorar. Pepe, esta vez, había sido precavido en su indumentaria. Llevaba unos vaqueros y una camiseta vieja, en vez del traje de la otra vez, y eso lo hacía sentirse más seguro con ella. La tenía justo delante en la fila. Notó que el cuerpo de ella se contraía por un espasmo y supo que estaba llorando. O tratando de contener el llanto sin mucho éxito. Pepe se atrevió a colocarse a su lado y preguntarle: “¿Estás bien?”. Ella lo miró, sorprendida, y le respondió sinceramente. “No, no estoy bien”. Y clavó de nuevo la mirada al frente. A él le habían gustado sus ojos negros y húmedos, sus largas pestañas, la piel de niña sin una pizca de maquillaje. Parecía muy joven, bastante más joven que él. No se rindió. “Oye”, le dijo, “aún faltan quince minutos para que salga el autobús. ¿Por qué no vamos a tomar algo para que te calmes un poco?”, y le indicó la cafetería de la estación. Sorprendentemente, ella aceptó. Lo miró unos segundos a los ojos, con el ceño fruncido, como dudando, pero después dijo: “Sí, vamos, me vendrá bien”.
Entraron en la cafetería, un típico lugar de estación de autobuses, un local con gente de paso. La televisión, sin volumen, mostraba un anunció de embutidos. La gente hablaba tan alto que era difícil entender la información de megafonía sobre los horarios de salidas y llegadas. Ellos fueron abriéndose paso con las maletas entre los clientes y las bolas de papel y envoltorios de plástico que cubrían el suelo. El humo del tabaco daba al ambiente un aspecto aún más deprimente. Se instalaron al final de la barra, muy juntos y apretados entre una pareja que se comía a besos por un lado y una madre con dos niños chillones por otro. El camarero tardó poco en atenderles. Pidieron una coca cola y una tila. Cuando el camarero se alejó para traerles las consumiciones, ella se presentó. “Me llamo Ana” y trató de sonreír. “Yo, Pepe”, y no supo qué más decirle. Bebieron en silencio, vigilando las maletas con el rabillo del ojo. Pepe, después de un rato, miró el reloj y dijo: “Ya es la hora, deberíamos irnos”. Ella asintió y se echó el pelo hacia atrás con ambas manos. Lo tenía largo, ondulado y de color rojizo. “¿Te sientes mejor?”, le preguntó él. Ya estaban de nuevo en la fila para subir al autobús. “Sí, gracias, estoy más tranquila”. Pepe la ayudó a meter la maleta en el compartimento del autobús. Ana ocupó su asiento junto a la ventanilla y él se acercó, sonriendo. “Vaya, creo que vamos a ser vecinos”, y ocupó el que estaba al lado del pasillo. “Bien”, dijo ella. No parecía molestarle. Sonó entonces su móvil, lo sacó del bolso y, en vez de contestar, lo apagó. Miró a Pepe. “Es que estamos pasando por una mala etapa, ¿sabes? Yo quiero dejarlo y él no me lo está poniendo fácil. Vamos, la típica historia, nada que no le haya ocurrido antes a alguien”, se explicó, a bocajarro. No volvió a sacar el tema en todo el viaje y Pepe tampoco le dijo nada al respecto. Pero no pararon de hablar en las cinco horas y media que duró el trayecto. Hablaron de sus respectivos trabajos. Pepe pasó de puntillas por esa faceta suya de tiburón de empresa. Le dijo que uno acaba trabajando en determinadas cosas un poco por azar, sin pensarlo mucho, y que en cuanto te pagan bien por lo que haces, te acomodas, que eso le pasaba a él, aunque estaba necesitando un cambio. A Ana le pareció una suerte que le pagaran bien. Ella trabajaba en una academia dando clases de inglés y como con eso no alcanzaba, también daba clases a domicilio, así que se pasaba los días recorriendo Oviedo para arriba y para abajo, y gracias a eso estaba hecha toda una atleta. Algún que otro año se había presentado a las oposiciones de Secundaria, pero no había logrado pasar ni el primer examen porque no tenía tiempo para estudiar. Cuando el autobús hizo la parada de rigor en una estación de servicio que estaba en algún lugar perdido de la provincia de Zamora, ella le confesó, sonriendo, que su verdadera pasión era escribir, pero que tampoco para eso tenía mucho tiempo. Hablaron de libros. A ella le encantaban los autores rusos, nombró unos cuantos y Pepe le dijo, poniéndose colorado, que no le sonaban de nada. Ella no dio importancia a eso. Comentó que le gustaban los rusos porque su madre era rusa y hablaba esa lengua desde niña.
Cuando llegaron a Oviedo, ya se habían intercambiado los números de teléfono y habían prometido quedar para tomar algo. Pepe no aguantó mucho sin llamarla. Al día siguiente por la tarde marcó su número para preguntar qué tal estaba y si las cosas con su novio iban mejor. “Me pillas en plena calle”, dijo ella, “porque acabo de irme de casa”. Él le preguntó si tenía dónde quedarse y como ella le respondió que no, fue a recogerla cerca del teatro Campoamor para llevarla a casa. Se arrepintió nada más proponerlo, por lo precipitado del asunto –era una locura– y porque le dio miedo lo que ella pudiera pensar de su apartamento minimalista y de diseño. Pero ella no dijo nada, excepto: “¡Vaya casa que tienes!”, sin asomo de crítica. Estaba en medio del salón, que era completamente blanco, con su maletita llena de pegatinas con nombres de ciudades. Pepe la instaló en la habitación de invitados y pasaron juntos una semana en la que se puede decir que fueron felices, casi parecían una pareja. Había una cierta tensión sexual que ambos notaban, pero no era sólo eso, pensaba Pepe, había algo más. Preparaban juntos platos horribles para cenar –ninguno de los dos sabía cocinar– y se los comían muertos de risa, paseaban por el parque San Francisco y ella a veces le leía algún poema. “Mira, este te va a gustar, es facilito” y le leía aquello de Puedo escribir los versos más tristes esta noche. Iban al cine y a las cafeterías cercanas al teatro. Y cuando había pasado una semana y media más o menos, ella le pidió a Pepe que la acompañara a buscar el resto de su ropa al apartamento que había compartido con Javier, su ex novio. Él se había ido a Barcelona y ella podría estar tranquila, sin miedo a que apareciera en cualquier momento. Pepe se moría de ganas de ver la casa en la que había vivido Ana, saber si era como se la había imaginado, con sus sábanas de franela, su neverita pequeña en la cocina, sus posters del Che en las paredes y los discos de vinilo y los libros por el suelo de las habitaciones. Comprobó que era bastante parecida. Había libros por todas partes. Los vinilos estaban colocados en una estantería enorme hecha con tablones largos. Pepe repasó los nombres de varios grupos grounge que habían sido famosos en los 90 y de los que él nunca había oído hablar. Sobre el sofá de cuadros rojos de la sala, un poster de Casablanca adornaba la pared. Él miraba el apartamento, oscuro y lleno de polvo, mientras Ana llenaba de ropa su maleta con pegatinas de nombres de ciudades. Pepe se acercó a la puerta de la habitación. La cama estaba cubierta con un edredón negro. Al lado derecho, una silla de mimbre cumplía la función de mesita de noche. Sobre ella, una lamparita, un cenicero con incienso y un portarretratos de plástico con una foto de Ana y Javier en un lugar que Pepe no reconoció. Era Belgrado. Se fijó en Javier: alto, flaco, con el pelo rizoso y una ropa setentera que hacía recordar al Mick Jagger de los primeros tiempos. Ana se dio cuenta de que miraba la foto y la puso boca abajo. Le sonrió. Pepe la deseó tanto en ese momento que no pudo contenerse. O quizás no se contuvo porque había estado esperando ese momento mucho tiempo. Tal vez no esperara exactamente a Ana, pero sí a una chica como Ana en un lugar como aquel. Y allí estaban. Se acercó a ella y la besó. Era la primera vez que estaba con una mujer tan alta. No tenía que inclinarse, tan sólo se dejó llevar hacia ella con un movimiento de péndulo. La besó y ella respondió al beso abriendo la boca, buscando su lengua. Pepe creyó que ella mostraría reparos por estar en la casa que había compartido con Javier, pero no fue así. Se besaron durante mucho tiempo, mientras dudaban cómo seguir, qué paso dar, cómo darlo. Se tocaban con la torpeza tierna de las primeras veces, como un gato al que le cortan los bigotes y de noche choca contra todas las esquinas de la casa. Así, con torpeza, se fueron desnudando, se fueron dejando chocar el uno contra el otro. Pepe sintió que algo fuerte lo unía a Ana, que no era sólo una fantasía cumplida o un capricho porque era distinta a las mujeres con las que él solía relacionarse. Ana le despertaba una ternura extraña, desconocida para él. Le despertaba unas ganas enormes de tenerla en casa. A lo largo de los siguientes días fueron llevando todas las cosas de Ana y poco a poco lo que había estado en cajas o maletas, fue tomando su lugar dentro de la casa de Pepe. No hubo un acuerdo tácito de vivir juntos, más bien fue como irse quedando, irse acomodando. El apartamento de Pepe dejó de ser tan minimalista y se fue llenando de libros y discos, de un aire desordenado que le gustaba. También le gustaba ver a Ana descalza por la casa, abrirle la puerta por la noche, verla somnolienta y perezosa por la mañana. Era raro para él sentirse tan cómodo con ella. Nunca había vivido con nadie.
Ana, por su parte, estaba feliz. Se sentía cómoda, es más: descubrió que era cómoda, que prefería quedarse en casa que recorrer Oviedo para dar unas clases particulares mal pagadas. Continuaba acudiendo a la academia, pero tenía muchas horas libres y comenzó a escribir con regularidad y a frecuentar a otros escritores. Se acostumbró fácilmente a su nueva vida, a la tranquilidad de no tener que discutir con Pepe como discutía con Javier, siempre por dinero, siempre recordándole que el alquiler no era gratis, ni la comida, ni la luz, siempre poniéndole un ultimátum para que buscara un trabajo o para que conservara el que tenía. Ana y Pepe fueron felices durante casi tres años, pero entonces él comenzó a tener miedo de esa nueva Ana que estaba naciendo, esa Ana Fergó que hablaba de autores extranjeros con voz de funeral, no con la naturalidad del principio, y que cuando iban juntos a casa de uno de sus amigos escritores siempre le decía: “Anda, cariño, no lleves hoy el BMW, vamos en taxi o en autobús”, y que supervisaba su ropa para que él no pareciera lo que en realidad era: un tiburón de empresa, y le compraba chaquetas y pantalones parecidas a las que llevaban sus amigos. Pepe tenía miedo de perderla. Sabía que la estaba perdiendo, que hacía semanas, incluso meses, que Ana no era la muchacha que él había conocido en la estación de autobuses. Odiaba a cada nuevo amigo de Ana, a cada escritor, a cada editor con el que ella se relacionaba. Odiaba la forma reverencial en la que hablaba de ellos, cuando usaba diminutivos y decía: “Monti es un genio. Con el tiempo se convertirá en un clásico”, y Pepe miraba a Monti –Sebastián Montenegro– y le asqueaban sus chaquetas de pana marrón y sus vaqueros desgastados, su pelo canoso y un poco largo, ese estilo de cincuentón progre que pasó por la movida madrileña y vive para contarlo. Odiaba la forma en la que el tal Monti la miraba, la complicidad que había entre ellos, y comenzó a creer que si Ana ganaba uno de esos concursos literarios a los que se presentaba, lo abandonaría. Se la imaginaba trasladándose a Madrid, abandonándolo alegremente como había abandonado a Javier, sin mirar hacia atrás, en busca de una vida mejor. La imaginaba, a qué negarlo, viviendo en Madrid, escribiendo versos y compartiendo cama con Sebastián Montenegro: la poeta y el novelista, una pareja tan de libro como la del torero y la tonadillera. Le ardía la cara cuando pensaba en esto, y pensaba muy a menudo, a veces se recreaba morbosamente en el dolor y la humillación que supondría. Por eso, cada vez que Ana le entregaba el sobre tamaño folio con sus versos dentro y la dirección del concurso de poesía de turno (a él le quedaba Correos de camino a la oficina), en vez de enviarlo, lo tiraba al contenedor de la basura. Las semanas iban pasando y Ana a veces se decepcionaba por no tener noticias de ningún concurso, pero pronto le subían la moral Sebastián Montenegro y el resto de la troupe de escritores locales. Tanto le hablaban de su talento, que ella acababa por creerlo. Y Pepe también lo creía, se daba cuenta de que si esos versos llegaban a algún concurso, lo más probable es que ganara el primer premio. Por eso aquella tarde de enero en que a él se le olvidó llevar el sobre y lo llevó ella a Correos, supo que iba a ganar. No quiso adelantar acontecimientos, pero empezó a prepararse para lo que vendría. Cada noche soñaba que Ana y Sebastián Montenegro hacían el amor apasionadamente en la cama que ellos compartían o en la cama que Ana había compartido con Javier, su ex. Se los imaginaba ideando la manera de que ella lo abandonara, viniendo a escondidas a la casa a por su ropa y sus libros, y no podía soportarlo. Ana ya no era la chica que él había conocido, es cierto que había cambiado, que hasta vestía de otra manera –incluso se podía decir que dentro de su sencillez era sofisticada, cada vez más parecida a las mujeres con las que él había estado–. Es cierto que se comportaba como si le debieran el Premio Nobel y no se lo dieran. Ya no era lo mismo que al principio, pero aún le hacía falta, aún la quería y, por primera vez, sentía vértigo al imaginarse solo en su apartamento, con las paredes de nuevo desnudas de libros y discos, todo tan minimalista y de diseño. Temía que Ana se llevara su desorden con ella y lo dejara solo. Aún no estaba preparado para eso. La olvidaría, sí, tal vez ni siquiera estuviera ya enamorado, pero aún la quería y no era el momento de dejarla ir. Así que cuando aquella voz de hombre, ronca y reposada, le pregunto al otro lado del teléfono por Ana Fergó, él supo que ella había ganado el maldito premio literario. Pepe respondió entonces, sin un atisbo de remordimiento, que allí no vivía ninguna Ana Fergó y confió en que el tipo no insistiera. Y si insistía, ya se le ocurriría algo. Siempre había sido un hombre de recursos.
de Marta María López
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5 comentarios:
Genial Marta.
Hay que ver, qué tío. El mediocre es como un drogata, desea que todos estén enganchados, que todo sea lo mismo; odia la más mínima esperanza, sobre todo si no es suya.
Muchísimas gracias, Ana y Olga. Un beso.
A mí me preocupa más quien juega a ser quien desea y no quien le ha tocado ser. Me parece una imagen muy literaria la del miedo a encontrarse consigo mismo en la soledad de su dormitorio.
Por cierto, un amigo mío, en Almería, abrió un pub al que llamó "El gato tuerto". Al poco tiempo recibió una notificación para que le cambiara el nombre si no quería que lo demandaran porque había un pub que se llamaba igual en algún lugar de Asturias. Luego lo llamó "el gato negro", y después "el gato", sin más. Pero el dibujo siguió siendo el mismo. El de un gato tuerto. Él se negó a dejar de ser quien sentía que era...
Un beso.
(ana, tenemos un problema técnico con el teatro del siglo de oro en el blog. puedes pasarte como experta y ponernos en razón?)
Va una pregunta con trampa: ¿Hay algún sentido en el que Ana eres tú?
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